Colombeia

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obvias para hacerle sentir que en la clase de negociantes, en que nosotros estábamos designados por nuestros pasaportes, no teníamos que hacer con los embajadores y ministros cuyos negocios eran puramente relativos a la política. Todo fue inútil y lo más que conseguimos de él fue que llamase a su bordo al Capitán Americano y le ordenase de no salir hasta el día siguiente. No había otro partido que tomar por lo pronto sino el de pasar a la Haya por la firma del Ministro de las Relaciones Exteriores. Entre los ocho pasajeros que estábamos en el barco, a excepción del General o yo, no había otro capaz de sacarnos de este embarazo. Así fue menester que yo partiese, porque el General era muy conocido en la Haya. Sin embargo nuestra situación era bien crítica, porque estando designados como prusianos yo no solo no hablaba una palabra de alemán, que es la lengua del país, pero ni aún había estado en paraje alguno de su territorio y esto me exponía a ser descubierto a la menor pregunta. Por otra parte el tiempo era cortísimo y el capitán no podía detenerse por nosotros, y si perdíamos aquella ocasión tendríamos que aguardar quien sabe cuánto tiempo para hallar otra, pues los Americanos que estaban en Holanda todos se habían hecho a la vela recelosos de otro embargo general de que ya se hablaba. Por más diligencia que hice aquel mismo día no pude llegar a la Haya hasta después de media noche. Al día siguiente me presenté al Ministro de Relaciones Exte-